La Religión lo dominaba todo en la Edad Media (mejor llamada, Espléndida), es cierto, pero no oprimía nada. Lejos de estar relegada a un apartado rincón de la sociedad, encerrada en el recinto de sus templos o de la conciencia individual, invitabasela, por el contrario, a animarlo, a iluminarlo, a penetrarlo todo del espíritu de vida, y después de haber asentado los cimientos del edificio sobre base inquebrantable, su mano maternal coronaba el remate con su luz y su hermosura.
Nadie estaba a bastante altura para dejar de obedecerla, y nadie podía descender tanto que evitara sus consuelos y su protección: desde el Rey hasta el ermitaño, todos sufrían en ciertos momentos el imperio de sus puras y generosas inspiraciones, y el recuerdo de la Redención, de la deuda contraida para con Dios por el hombre rescatado en el Calvario, se mezclaba en todo, se encontraba en todas las instituciones, en todos los monumentos y muchas veces en todas las almas.
La victoria de la caridad sobre el egoísmo, de la humildad sobre el orgullo, del espíritu sobre la materia, de cuanto hay elevado en nuestra naturaleza sobre cuanto encierra de innoble y de impuro, era tan frecuente como lo permite la debilidad humana. Nunca esta victoria ha sido completa en la tierra, pero puede afirmarse sin temor, que nunca se ha visto de tan cerca. Desde el gran reto que el establecimiento del Cristianismo lanzó al mal triunfante en la tierra, nunca quizá el imperio del Demonio fue mas conmovido y disputado.
Y esto no obstante, nada mas falso y pueril que presentarnos la Europa de la Edad Media como una época en que la Iglesia alcanzó continuas victorias y protección incesante; como una tierra gobernada por reyes y magnates arrodillados devotamente ante los sacerdotes, y poblada de silenciosa y dócil multitud obedeciendo sin replicar a la voz de sus pastores; lejos de esto: nunca se desencadenaron tantas pasiones, tantos desórdenes, tantas guerras, tantas rebeliones, como sin duda es de ello buena muestra la historia medieval; pero nunca tampoco hubo mas virtudes, mas generosos esfuerzos en servicio del bien y de la justicia. Todo eran combates, peligros, tormentas en la Iglesia y en el Estado, pero todo era fuerte, vivo y robusto, todo llevaba el sello de la vida y de la lucha. Por una parte la fe, una fe sincera, cándida, sencilla, vigorosa, sin hipocresía y sin insolencia, sin pequeñez y sin servilismo, daba cada día el imponente espectáculo de la fuerza en la humildad; por otra, instituciones militares y viriles, en medio de numerosos y enormes defectos, creaban hombres de prodigiosa fortaleza y los condenaban a la acción, al sacrificio y a los esfuerzos continuos.
Nunca la dignidad humana, los grandes caracteres, la independencia y la fuerza del alma brillaron con tanto esplendor como en aquel tiempo tan calumniado hoy, en que no vemos en parte alguna el espectáculo de que los hombres honrados de una nación confíen a un señor absoluto el cuidado de conservarlo y defenderlo todo encadenando a sus enemigos. La libertad, es cierto, no existía entonces en estado de teoría, de principio abstracto reivindicado para la humanidad en masa, para todos los pueblos, aun para aquéllos que no sabrán ni querrán jamás usarla; pero era un hecho y un derecho para muchos hombres, para mayor número que ahora. Los individuos y las minorías, a quienes sobre todo es necesaria, hallábanla (decía Montalembert), en los límites impuestos por la fiscalización recíproca de las fuerzas naturales o tradicionales a toda autoridad, a toda soberanía, y hallábanla también mas que en eso en la multiplicidad de aquellos Estados, de aquellas soberanías independientes, de aquellas repúblicas provinciales y municipales, que han sido siempre el baluarte de la dignidad del hombre y el teatro de su mas saludable actividad; en ellas el ciudadano animoso y capaz encuentra mayor facilidad para ejercer su ambición legítima y se halla menos oprimido bajo el nivel que los grandes estados han pasado sobre todos.
Todo en la Edad Media (o Espléndida) respira franqueza, salud y vida, todo rebosa de savia, de juventud y de fuerza. El problema hasta ahora sin solución de conciliar la igualdad con la libertad no había sido planteado por aquellos hombres; nosotros, hemos optado por la igualdad; ¿por qué hemos de mirar como un delito que nuestros heroicos antepasados prefiriesen la libertad?.
La Edad Media es y será la época heroica de la sociedad cristiana, pero como el tiempo, quizá ya ha pasado para no volver; nadie recobra los hechizos y la fuerza de la juventud perdida, y el mundo está condenado y destinado a marchar siempre hacia lo desconocido. La Cruz alumbrará hasta la consumación de los siglos su camino, ¡ay de él si no la mira o si en su locura se ciega para no ver su luz!.
Hoy, la soberanía absoluta del Estado (o sus entes menores llamados autonomías o estados federales, etc... ), déspota que nunca muere, amenaza absorver la libertad y dignidad del individuo; la servil apoteosis de la ciencia y del poderío de las masas acabará por extinguir toda iniciativa personal y todas las fuerzas individuales, al propio tiempo que destruirá las altivas susceptibilidades del alma y el genio de la vida pública. Recordemos pues esa Edad Media y Espléndida tan libre y altiva, no para que renazca otra vez, que esto no puede ser, ni tampoco para imitarla, sino para penetrarnos de su espíritu y volver, si es posible, al camino que ella había indicado a su posteridad.
Nadie estaba a bastante altura para dejar de obedecerla, y nadie podía descender tanto que evitara sus consuelos y su protección: desde el Rey hasta el ermitaño, todos sufrían en ciertos momentos el imperio de sus puras y generosas inspiraciones, y el recuerdo de la Redención, de la deuda contraida para con Dios por el hombre rescatado en el Calvario, se mezclaba en todo, se encontraba en todas las instituciones, en todos los monumentos y muchas veces en todas las almas.
La victoria de la caridad sobre el egoísmo, de la humildad sobre el orgullo, del espíritu sobre la materia, de cuanto hay elevado en nuestra naturaleza sobre cuanto encierra de innoble y de impuro, era tan frecuente como lo permite la debilidad humana. Nunca esta victoria ha sido completa en la tierra, pero puede afirmarse sin temor, que nunca se ha visto de tan cerca. Desde el gran reto que el establecimiento del Cristianismo lanzó al mal triunfante en la tierra, nunca quizá el imperio del Demonio fue mas conmovido y disputado.
Y esto no obstante, nada mas falso y pueril que presentarnos la Europa de la Edad Media como una época en que la Iglesia alcanzó continuas victorias y protección incesante; como una tierra gobernada por reyes y magnates arrodillados devotamente ante los sacerdotes, y poblada de silenciosa y dócil multitud obedeciendo sin replicar a la voz de sus pastores; lejos de esto: nunca se desencadenaron tantas pasiones, tantos desórdenes, tantas guerras, tantas rebeliones, como sin duda es de ello buena muestra la historia medieval; pero nunca tampoco hubo mas virtudes, mas generosos esfuerzos en servicio del bien y de la justicia. Todo eran combates, peligros, tormentas en la Iglesia y en el Estado, pero todo era fuerte, vivo y robusto, todo llevaba el sello de la vida y de la lucha. Por una parte la fe, una fe sincera, cándida, sencilla, vigorosa, sin hipocresía y sin insolencia, sin pequeñez y sin servilismo, daba cada día el imponente espectáculo de la fuerza en la humildad; por otra, instituciones militares y viriles, en medio de numerosos y enormes defectos, creaban hombres de prodigiosa fortaleza y los condenaban a la acción, al sacrificio y a los esfuerzos continuos.
Nunca la dignidad humana, los grandes caracteres, la independencia y la fuerza del alma brillaron con tanto esplendor como en aquel tiempo tan calumniado hoy, en que no vemos en parte alguna el espectáculo de que los hombres honrados de una nación confíen a un señor absoluto el cuidado de conservarlo y defenderlo todo encadenando a sus enemigos. La libertad, es cierto, no existía entonces en estado de teoría, de principio abstracto reivindicado para la humanidad en masa, para todos los pueblos, aun para aquéllos que no sabrán ni querrán jamás usarla; pero era un hecho y un derecho para muchos hombres, para mayor número que ahora. Los individuos y las minorías, a quienes sobre todo es necesaria, hallábanla (decía Montalembert), en los límites impuestos por la fiscalización recíproca de las fuerzas naturales o tradicionales a toda autoridad, a toda soberanía, y hallábanla también mas que en eso en la multiplicidad de aquellos Estados, de aquellas soberanías independientes, de aquellas repúblicas provinciales y municipales, que han sido siempre el baluarte de la dignidad del hombre y el teatro de su mas saludable actividad; en ellas el ciudadano animoso y capaz encuentra mayor facilidad para ejercer su ambición legítima y se halla menos oprimido bajo el nivel que los grandes estados han pasado sobre todos.
Todo en la Edad Media (o Espléndida) respira franqueza, salud y vida, todo rebosa de savia, de juventud y de fuerza. El problema hasta ahora sin solución de conciliar la igualdad con la libertad no había sido planteado por aquellos hombres; nosotros, hemos optado por la igualdad; ¿por qué hemos de mirar como un delito que nuestros heroicos antepasados prefiriesen la libertad?.
La Edad Media es y será la época heroica de la sociedad cristiana, pero como el tiempo, quizá ya ha pasado para no volver; nadie recobra los hechizos y la fuerza de la juventud perdida, y el mundo está condenado y destinado a marchar siempre hacia lo desconocido. La Cruz alumbrará hasta la consumación de los siglos su camino, ¡ay de él si no la mira o si en su locura se ciega para no ver su luz!.
Hoy, la soberanía absoluta del Estado (o sus entes menores llamados autonomías o estados federales, etc... ), déspota que nunca muere, amenaza absorver la libertad y dignidad del individuo; la servil apoteosis de la ciencia y del poderío de las masas acabará por extinguir toda iniciativa personal y todas las fuerzas individuales, al propio tiempo que destruirá las altivas susceptibilidades del alma y el genio de la vida pública. Recordemos pues esa Edad Media y Espléndida tan libre y altiva, no para que renazca otra vez, que esto no puede ser, ni tampoco para imitarla, sino para penetrarnos de su espíritu y volver, si es posible, al camino que ella había indicado a su posteridad.
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