10/11/09

La Luz de la Iglesia


San Gregorio VII, al ver el estado del mundo y conociendo que solo el Papa podía salvarle, concibió el vasto proyecto de una teocracia universal que abrazase en su seno todos los reinos cristianos y tuviese los mandamientos de la ley de Dios por base de su política. Su poder espiritual debía ser para el real, lo que el sol para la luna: había de darle luz y calor, pero nunca destruirlo ni usurpar a los príncipes su soberanía. Éstos sin embargo, debían inclinarse necesariamente ante la suprema soberanía de Dios, de quien tienen sus reinos, y al príncipe que rehusare hacerlo debía excluírsele de la alianza teocrática.

Su plan, que consistía en fundar la vida política de los estados sobre los principios del cristianismo, se presenta en toda su grandeza y debió obtener el asentimiento unánime de los espíritus generosos que en tiempos de violencia, sentían la necesidad de una autoridad moral capaz de dominar y domar la rudeza de los poderes temporales. Gregorio murió en la realidad triunfante, porque su gran pensamiento le sobrevivió todo entero y la Iglesia quedó libre de todo poder temporal.

Desde entonces, los pontífices intervienen como mediadores entre príncipes y vasallos, juzgando a reyes y naciones, oponíendose a toda clase de injusticias, actuando de escudo contra guerras y revoluciones, como responsables de la autoridad de Cristo solo ante Dios y su Iglesia. A Cristo se dirige todo homenaje, todo honor y obediencia; en su nombre se promulgan las leyes y se cumplen por amor a Él. Desde el S. XI se titulan ya los obispos: "OBISPOS POR LA GRACIA DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA ROMANA".

Fortalecidos con su propia misión, los papas oponían un muro inquebrantable a las pasiones de los pueblos y protestaban sin miedo contra los vicios de los reyes y poderosos. La elevación de sus miras, su misión pacífica y la naturaleza de sus intereses les inspiraban necesariamente en política, ideas grandes y generosas que no podían concebir los reyes, y la voz unánime de los pueblos, que no dejó de condenar los excesos y los abusos de algunos papas en el ejercicio de su alto arbitramiento, proclamó agradecida el uso legítimo y bienhechor que de él generalmente hicieron.

Preguntaba Chateaubriand: "Si en medio de Europa, se elevase un tribunal que juzgase en nombre de Dios, previniese las revoluciones y las guerras y las fuese destruyendo poco a poco, ¿quién duda de que se le proclamaría como el apogeo de la perfección social, como la obra maestra de la política?."

Durante la Edad Espléndida se tendió hacia ese fin y se estuvo muy cerca de alcanzarlo.

Insinuadas las anteriores ideas, al historiador, que puede ver de cerca los beneficiosos frutos que han producido, solo le toca bendecirlas, y decir como dijo el alemán Hurter: "El pontificado era el único medio de impedir el abuso de la fuerza y la violación de las leyes divinas y humanas; era un poder mas alto y mas santo que todo tribunal político y civil; un poder, que ya instruye con dulzura y advierte con benevolencia, ya se levanta poderoso y amenazador contra los grandes de la tierra e impide que el fuerte oprima al débil y que el libre pase a ser esclavo; ya obliga a los príncipes a que permitan a las viudas y huérfanos interponer sus quejas ante los tribunales eclesiásticos, ya se dirige a los reyes para hacerlos volver al sentimiento de su deber y de su propia dignidad, empleando súplicas, advertencias, amenazas, sabios y prudentes consejos; ya, sobre todo, se honra de ser el protector de los oprimidos, y vigila las costumbres de los potentados e impide que se hagan superiores a todo género de leyes; ya se esfuerza en proteger a los desvalidos contra la codicia de los grandes y a los pueblos contra la arbitrariedad y el despotismo, ya, en fin, civiliza a las naciones y consuela a los infortunados asegurándoles la salvación eterna."

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