La dominación de la Iglesia, usurpada por unos, disputada por otros, contrabalanceada por muchas autoridades rivales o súbditas, no llegó jamás a ser omnipotente y por todos reconocida: sus leyes violadas, su disciplina conculcada y sus derechos desconocidos, no solo en el orden temporal sino también en el espiritual, no por enemigos declarados, sino por hombres que se decían fieles, y que al exigirlo su interés o su orgullo, desafiaban sus rayos con imperturbable sangre fría.
La verdadera grandeza, la verdadera fuerza, el triunfo verdadero de la Iglesia consistió, no en ser poderosa y rica, no en ser amada, servida y protegida por los reyes y príncipes, sino en ser libre. Y lo fue con la libertad general tal como era ésta comprendida y practicada antes de la Revolución, tal como la gozaban todas las corporaciones y los propietarios todos. La Iglesia poseyó entonces la libertad, que es la primera condición de su vida, de su fecundidad y de su fuerza; y como los destinos y los derechos de la Iglesia y del alma cristiana son idénticos, jamás el alma fue mas libre para hacer bien, para darse a Dios y sacrificarse al prójimo. De ahí aquellos prodigios de abnegación y de caridad que todavía nos encantan.
Pero aquella libertad, no fue universalmente reconocida e incontestada; no, vivía y triunfaba entre recias tormentas, y sin cesar había de ser disputada y arrancada a las rivalidades y pretensiones de las potestades seglares, a la dominación de los intereses temporales.
Jamás tuvo la Iglesia en España ni en otra parte alguna una supremacía absoluta y permanente; jamás vió a sus adversarios aniquilados a sus pies, y ésta fue justamente la causa de su prolongada y gloriosa influencia, de su feliz acción sobre las almas y las leyes. Preciso le fue resistir siempre, rejuvenecerse sin cesar entre combates, y si alcanzó con frecuencia la victoria, si nunca llegó a experimentar una completa derrota, tampoco pudo adormecerse, nunca entre los aplausos del triunfo, ni en la paz corruptora.
Cual fuera el resultado de la libertad y de la influencia del poder religioso, tan saludables y tan calumniadas como mal comprendidas; díganlo la sucesiva abolición de la esclavitud, los establecimientos de beneficiencia de que se llenaron España y toda la Cristiandad, para la educación de los huérfanos e incluseros, para los enfermos, para los ancianos, para los viajeros pobres, para los leprosos, y en una palabra, para todas las miserias; díganlo las instituciones nacidas de la Iglesia para contrarrestar la violencia, la ignorancia y otros males de los tiempos; díganlo por fin entre otros beneficios, los principios de justicia y de sana moral que vemos todavía dominantes en el pensamiento y en la conciencia.
...Y LAS PUERTAS DEL HADES NO PREVALECERÁN CONTRA ELLA.
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