Si don Felipe II aborrecía a las personas chocarreras que fingían una gracia que no tenían, en cambio oía con agrado a las personas de intención y natural ingenio.
Le visitó cierto día un mercader portugués para ver si quería comprarle un espléndido diamante, que él a su vez había comprado a un lapidario veneciano. El Rey miró la bellísima joya y sus facciones no reflejaron la menor impresión.
- Señor -le dijo el mercader portugués- he pagado por esta piedra sesenta mil ducados, que no son de desdeñar.
- ¿Y en que pensábais cuando dísteis tanto? -preguntó el monarca.
- Pensaba en que en toda la tierra no hay mas que un solo rey que se llame Felipe II -repuso el portugués.
Hízole gracia el ingenio del portugués y le compró la valiosa joya, que regaló a su hija Isabel Clara Eugenia.
El mismo monarca ordenó a Alejandro Farnesio que fuese desde Flandes con las tropas españolas a socorrer la plaza de Rouan (Francia), de la que se quería apoderar el bearnés Enrique IV. Realmente Rouan estaba ya sitiada por los bearneses, y sus habitantes sufrían atroces privaciones; así pues, Alejandro Farnesio se dió toda la prisa que pudo para preparar sus gentes y ponerse en camino.
Cuando Enrique IV se enteró de que los españoles iban en socorro de Rouan, dudó entre esperarlos o salirles al paso. Y ¿qué resolución tomó? una intermedia: dejó una parte de sus tropas sitiando a Rouan y con el resto salió a la busca de los españoles.
No tardó mucho en encontrarse con las fuerzas de Farnesio. Entraron los españoles en combate, vencieron a los bearneses y el mismo Enrique IV resultó herido y salió huyendo.
- ¿Le seguimos? -le preguntaron a Farnesio sus bravos capitanes.
- No, dejadle -contestó.
Cuando mas tarde se supo en el campo español que Enrique IV había salido con una parte de sus tropas y no con el grueso del ejército, o sea que podía haber sido el rey facilmente apresado, le echaron en cara a Farnesio que le hubiera dejado escapar.
- ¡Naturalmente! -repuso-. Yo creía combatir con un gran general y no con un mal capitán de caballería. ¿Qué culpa tengo yo?.
Y en prueba de su arrojo, venció a los sitiadores de Rouan, libertó la ciudad y se metió en el corazón de Paris con 1.500 españoles.
Enrique IV, llorando de ira, tuvo que volverse al Bearn.
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