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Antes de que esto sucediera el senado, cuyos miembros inamovibles nombraba el rey y tres de los cuales eran españoles, tenía derecho de confirmar o desechar los reales decretos, según eran conformes o contrarios a las leyes. El gobernador proveía todos los cargos públicos, pero sus nombramientos no eran definitivos hasta ser sancionados por el senado; los empleos se daban por dos años, y aspirado el término, podía aquél decretar una pesquisa sobre la conducta de los empleados a quienes la opinión pública acusase de haber prevaricado.
Finalmente, el gobernador tenía el derecho de indulto y no podía ejercerlo sin el asentimiento del senado, pero este derecho fue otro de los que perdió la asamblea milanesa en tiempo de Felipe II. Las franquicias municipales oponían antes de este monarca y aun después poderosa valla al planteamiento del poder absoluto. Los magistrados de las ciudades repartían la contribución mensual, y siempre que el gobernador pretendía cobrar nuevos tributos o percibir un donativo voluntario, había de convocar los consejos generales de Cremona, Milán, Como y otras ciudades. Estas asambleas, cuyos miembros llevaban el nombre de decuriones, eran presididas como en la Edad Media por un modesta, nombrado por el gobernador; discutían las peticiones que se les presentaban, decidían a pluralidad de votos y con frecuencia desechaban los pedidos de dinero, que les parecían en exceso onerosos. Cada municipalidad tenía en Milán un orador que defendía sus intereses cerca del gobernador español.
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