24/6/09

Así aconsejaba Carlos I a su hijo Felipe


Cuando el primero de mayo de 1543, Carlos confió la regencia a su hijo Felipe, que contaba entonces 16 años, sujetole a la dirección general de un consejo compuesto por don Fernando de Toledo, Duque de Alba, el cardenal Tavera y el comendador Francisco de los Cobos, y dirigiose en seguida a Barcelona dónde ya le esperaba el príncipe Andrés Doria con sus galeras; en ellas se embarcó con 8.000 veteranos españoles y 700 caballos.

Desde Palamós escribió Carlos a su hijo, prueba de cómo velaba por Felipe y se esforzaba en formar su carácter. Así le escribía:

“El Duque de Alba, es el hombre de estado mas inteligente y el mejor soldado de mis reinos; no dejéis de consultarle en todos los asuntos militares, pero no os fiéis enteramente en él. En ésas ni en otras cuestiones, sean las que fueren, no confiéis en nadie, sino en vos mismo. Mucho desearían los grandes, granjearse vuestro favor y gobernar en vuestro nombre el país; pero si tal cosa consintierais, vuestra ruina sería cierta. Empleadlos a todos, servíos de ellos, pero no os apoyéis exclusivamente en ninguno; en cuantos conflictos caigan sobre vos, confiad siempre en Dios y no penséis sino en Él”.

El emperador habla en seguida del comendador Cobos, a quien representa como un hombre harto aficionado a los placeres, y con este motivo explica a Felipe las consecuencias de una vida disoluta, funesta a la vez para el alma y para el cuerpo, advertencia al parecer muy oportuna por la afición a los galanteos que manifestaba don Felipe: “Finalmente, aun cuando haya de estar satisfecho de vuestra conducta, no olvidéis que quisiera miraros perfecto, y hablando con franqueza y por mas que muchos digan lo contrario, observo todavía cosas que reprender en vos. Es vuestro confesor, vuestro antiguo maestro el obispo de Cartagena, y aunque excelente varón, como todo el mundo sabe, espero que se mostrará mas cuidadoso de vuestra conciencia, de lo que lo fue de vuestros estudios, y que sobre este punto, no ha de ser tan llano y tan fácil como sobre el otro”.


Emotivas fueron sin duda, de las últimas palabras que el emperador dirigió a su hijo: "Si los vastos dominios que hoy entráis a gobernar os hubiesen tocado por herencia, sin duda que deberíais alimentar en vuestro pecho, grande y justo agradecimiento; pues ¡cuánta mayor no ha de ser vuestra gratitud al veniros por libre don, en vida de vuestro padre! Con todo, por grande que sea vuestra deuda, la consideraré pagada si cumplís con vuestro deber respecto de vuestros súbditos. Continuad como habéis empezado: tened inviolable respeto a la religión; mantened la fe católica en toda su pureza; sean sagradas para vos, las leyes de vuestro país, y si algún día, cargado de años y enfermedades, deseáis como yo gozar del sosiego de una vida privada, ¡ojalá que Dios os recompense con un hijo que por sus virtudes merezca que le cedáis el cetro, con la satisfacción con que yo os lo cedo agora!". Felipe, vivamente afectado, quiso arrojarse a los pies de su padre protestando de su deseo de hacer cuanto en él estuviese para corresponder a tanta bondad; pero Carlos se apresuró a levantarlo y le dio un tierno abrazo, regando en llanto sus cabellos. Todos los asistentes a aquel acto, estaban conmovidos ante aquel espectáculo, y no se oían en la sala (cuenta un testigo presencial: Sir John Masson, ministro de Inglaterra en la corte de Carlos) sino sollozos y gemidos a duras penas sofocados. Carlos, extenuado, con las facciones invadidas por mortal palidez, cayó en su trono exclamando con voz débil y recorriendo con sus miradas la asamblea entera: "¡Hijos míos, quedaos a Dios!".

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