30/6/09
Don Diego Hurtado de Mendoza, la espada y la pluma
Ocupa el primer lugar entre los historiadores particulares y ha merecido ser comparado a Salustio por su robusta concisión, por lo enérgico, preciso y sentencioso. Nació don Diego en Granada por los años de 1503, y luego de haber aprendido en aquella ciudad la gramática y algunas nociones de lengua arábiga, pasó a Salamanca a estudiar las lenguas latina y griega, la filosofía y ambos derechos.
Deseoso de adquirir nombre entre los guerreros de su tiempo, voló a Italia, donde militó muchos años bajo los ejércitos de Su Majestad imperial el rey Carlos; pero era tanta la afición que conservaba a las letras entre el estruendo y la inquietud de las armas, que aquel ocio que le permitían las temporadas de sus cuarteles de invierno, lo empleaba en visitar las mas célebres universidades de aquel país, oyendo y consultando los mayores sabios, que eran entonces su ornamento. Prendose el emperador de su vasta erudición y lo empleó en arduos negocios de estado en Venecia y Roma. Asistió al Concilio de Trento, y después de una ausencia de 30 años, muerto el emperador, volvió a España fijándose en Madrid con plaza en el consejo de Estado; pero incurrió pronto en la desgracia de Felipe II, y retirado a Granada volvió a darse por entero a sus estudios, enriqueciendo a España con los centenares de códices arábigos, que fue reuniendo. Vuelto a la corte y a la gracia del rey, murió en 1576.
La obra que le granjeó mas celebridad fue su Historia de la guerra contra los moriscos de Granada. Es Mendoza, el primer historiador español que supo hermanar la elocuencia con la política, es decir, supo juntar en una misma obra, el arte de escribir bien con el de pensar. Su expresión, que es nerviosa y concisa, forma un estilo grave tan lleno de cosas como de palabras, al cual da gran realce el uso oportuno de profundas sentencias y reflexiones. El corte de la frase es constantemente latino, unido no obstante a la grandiosidad castellana, pero si su elocución es noble, enérgica y grave, ha de confesarse que no es siempre fácil y natural en aquellos rasgos en que manifiesta su esmero en imitar la brevedad y rapidez de Salustio o de Tácito, si ya no era este rigor de laconismo, hijo de la severidad de su condición.
Etiquetas:
Carlos I,
Felipe II,
Historia,
Literatura
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