15/10/09

El Cid y la niña


En lo que se refiere a don Rodrigo Díaz de Vivar, alias el Cid Campeador, van tan unidas la historia y la leyenda, que es muy difícil separar la una de la otra. Existe un hecho cierto, y es que el rey Alfonso VI le llegó a tener celos, o tal vez envidia, y lo desterró de sus dominios, ¿por qué causa? Según unos por haberse atrevido a tomarle el juramento de Santa Gadea, que tiene mas de leyenda que de realidad; según otros, por no haberle entregado todas las riquezas que le tomó al rey moro de Sevilla, y existen también los que dicen, y acaso éstos estén en lo cierto, que lo desterró por haberse introducido en el reino musulmán de Toledo sin el real permiso.

El caso es que Rodrigo, montó a Babieca y salió hacia el destierro al mismo tiempo que se pregonaba por todas partes de orden del rey, que al desterrado no se le diese en ninguna parte de comer ni de beber, amenazando a quien lo hiciese con sacarle los ojos (en la Edad Media no se andaban con chorradas).

Era un día de calor espantoso; el sol ardía como un horno, y el Cid, con los labios agrietados por la sequedad, se moría de sed. Viendo al fin una villa, pensó que allí le darían tan vital líquido, ya que en todo el camino no había encontrado una fuente ni un arroyuelo. Los vecinos lo reconocieron en seguida, y acordándose de las amenazas del rey, se metieron en sus casas cerrando las puertas por dentro.

El desterrado llamó a una puerta, pero no contestaban; volvió a lamar dos veces, tres veces...por último la puerta se abrió y apareció una niña.
- Me muero de sed, hija mía -le dijo el Cid- por caridad, dame de beber.

La niña le contestó que estaba sola en casa, y que si le daba agua, el rey la condenaría a la ceguera. Y añadió:
- En el mal que me hiciesen, vos no ganaríais nada.

El Cid humilló la cabeza y dos lágrimas aparecieron en sus ojos. Al ver la niña aquellas lágrimas en un rostro tan noble, lanzó un grito, volvió al interior de la casa y en seguida apareció con una escudilla de agua clara y fresquísima. El Cid la cogió avidamente, iba a beber cuando miró a la niña: también tenía el rostro cubierto de lágrimas. Y entonces, comprendiendo el valor y heroísmo de aquella muchachita que estaba dispuesta a quedar eternamente ciega por darle de beber, le devolvió la escudilla intacta.
- Toma el agua, niña -le dijo- ya no la necesito.

Y espoleando al caballo siguió camino adelante bajo aquel sol de fuego.

Cuando partió, los vecinos abrieron las puertas de sus casas, y mirándolo exclamaban:
- ¡Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor!.

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