23/3/12

Otro apunte al bicentenario (1812-2012)


Primero fue la napoleónica Constitución de Bayona de 1808, y luego la de Cádiz de 1812, que con todas las constituciones liberales habidas y por haber, porque todas ellas son hijas del nefando y punible ayuntamiento de la diosa Razón con los enciclopedistas y utilitarios padres inmundos de los viejos partidos jacobinos y afrancesados, sembraron de falsas libertades, humillaciones y hedor, el suelo patrio, que con tanta claridad de criterio nos pinta el señor Botet: “de sentido cada día mas extranjerizado y con tendencia cada día mas centralizadora creadores del Estado moderno, de este monstruo armado hasta los dientes, con una voracidad insaciable y unas uñas que se clavan en todos los miembros del cuerpo social”.

He aquí mi resumen escueto y contribución correligionaria, para en este año que nos toca, desmontar y desenmascarar humildemente, ese montón de papel roñoso que nos venden como la primigenia panacea del Estado, desde uno u otro lado del caciquismo político, que a día de hoy descansa sus posaderas (porque no hacen otra cosa que eso, descansar) en eso que llaman injustamente “Cortes Generales”.

Ramón Nocedal
explicaba bien: “la primera vez que el Liberalismo amenazó entrar en España fue en la Constitución de Bayona, la segunda, fue en las Cortes de 1812; aquellas Cortes impuestas a la Regencia por las turbas revoltosas de Cádiz, mientras que los españoles que no amaban las libertades modernas peleaban heroicamente contra ellas y contra los ejércitos franceses”.

Después de aquello vinieron los partidos liberales a España, pero no por voluntad nacional. El año 1820 llegaron por la deserción de Riego, que volvió la espalda a la América española (o mejor, la España americana), dejando que se perdiese; y vino a establecer por la fuerza, ante la cobardía del felón Fernando VII, la Constitución de 1812.

Por ejemplo, en el caso de Navarra, puede decirse que a pesar de viento y marea, nunca se aceptó el panfleto en cuestión, que de un solo golpe lastimó sus acendradas creencias religiosas y holló sus derechos seculares. Como comisionados del Reino de Navarra, el teniente general
don Javier de Elio, y su hermano don Joaquín, pusieron en manos de Fernando VII lo que sigue: “V.M. A quien la Divina Providencia destinó el trono de Las Españas (…) para acreditar la justicia de esta respetable súplica; pues le consta que a un príncipe católico delineado, como lo es V.M. para modelo de los virtuosos en los fastos de la posteridad, es sola la imperiosa voz de la Religión emanada del Cielo y pronunciada desde el Trono del mismo Dios, la exclusivamente decisiva de todo asunto, sin consideración a reflexiones humanas y a cuyo imperio ceden los especiosos títulos con que pudiera la política, al favor de la violencia, extorsiones y artificios, pintar como voluntaria la aceptación de una Constitución nueva que siempre detestó el Reino y aun de hecho no llegó a efectuarse por sus legítimos representantes, que son los Tres Estados, congregados que debían ser al efecto en Cortes Generales, en quienes en su soberano, residen unicamente las facultades para añadir, variar o aclarar el precioso tesoro de sus instituciones fundamentales.

“Si el tiempo, Señor, permitiese correr el velo que cubre esta farsa o aceptación hecha entre el tumulto y la fuerza, aparecería uno de los méritos mas brillantes que ha podido contraer el Reino en obsequio a V.M. (…) Lejos de haber suscrito a la aprobación de dicha Constitución nueva, ha dado siempre señales exteriores de una desaprobación expresa”.
Concluía pidiendo la reposición de los fueros y libertades del Reino, que Fernando VII restableció efectivamente, aunque de hecho las mutiló y quebrantó repetidas veces por gustarle demasiado el absolutismo regio, como a los liberales gaditanos gustaba el absolutismo liberal (mal llamado, soberanía nacional). Ya se sabe, que polos opuestos, se atraen.

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