Tuve yo, cuando era chico,
(¡Felices tiempos aquéllos!)
una niñera baturra
(bastante guapa por cierto),
que era un arsenal de historias,
de oraciones y de cuentos,
y cada vez que llegaba
el veintinueve de enero,
mientras mecía mi cuna
o me daba el alimento
consistente en unas cuantas
cucharadas de borregos,
me refería la historia
del glorioso San Valero.
Aquel romance ha quedado
esculpido en mi cerebro
y hoy, a falta de otra cosa,
viene como anillo al dedo.
Como obra de la ignorancia
y la inspiración del pueblo,
no hay que decir que contiene
disparates y conceptos
que las personas sensatas
no deben tomar en serio.
Si hay alguna irreverencia
que la perdonéis espero,
porque sé de buena tinta
que el que compuso los versos
fué, hasta el día de su muerte,
creyente y cristiano viejo
y a mi, al darlos a la imprenta,
no me guía mas objeto
que avivar en mi memoria
mis infantiles recuerdos.
Decía así mi niñera...
(con música, por supuesto)
¿Qué les pasa a las campanas
del Pilar y de la Seo
que repican con mas fuerza
que si se quemara el Ebro?
¿Por qué Jupiter, Saturnio,
Mercurio y demás luceros
tién mas brillo que otros días
y en la bóveda del cielo
detienen, por un instante,
sus noturnos movimientos?
¿Y por qué razón los peces
que hay en el río Gállego
asoman el morro juera
del agua que es su elemento?
Es porque ha venido al mundo
el bendito San Valero,
y no hay naide en Zaragoza
que no se halle satisfecho
al recibir la noticia
del mano acontecimiento.
Nuestra ceudá se encontraba
sin obispo hacía tiempo
por culpa de los romanos
que protestaban del clero,
y al que despuntaba un poco
lo ahorcaban u poco menos;
así es que al ver que llegaba
a realizarse el deseo
de que en la episcopal silla
un Santo tomara asiento,
no quedó en tó Zaragoza
hombre, mjer, gato u perro
que de júbilo y argullo
no hiciese mil aspavientos.
Se cebaron en las plazas
y prencipales paseos
luces de bengala y güetes
de cinco riales el ciento.
En la confección de tortas
y roscones, consumieron
las vendedoras y algunos
acreditaos confiteros,
diez tenajas de manteca
y ocho banastas de huevos.
Fue tan grande el rebullicio,
que hubo varios atropellos
y el gobernador despuso
que salieran al momento
cuatro u cinco batallones
de ceviles y lanceros
pa impedir que se le hiciera
negún prejuicio al comercio.
Mientras tanto, no cesaban
de predicar San Valero
y su diácono Vicente
por las ceudades y pueblos
pa convertir a los moros
y judíos de ambos sesos
que en aquella época aciaga
campaban por sus respetos
y robaban las verduras
y los higos de los güertos.
El emperador de Roma
Diocleciano, al saber esto,
se puso hecho una pantera,
pues tuvía mu mal genio
y estaba agriao por un voto
de censura que le dieron
un día en el Capitolio
por abandonar su puesto;
y publicó, pa vengase,
un bando, edito u decreto,
mandando que sus pretores
llevaran ataus y presos
al obispo y su diácono
pa aplicales el tormento
(que aún se usa en los hespitales)
de los botones de fuego.
El destenguido y célebre
jurisconsulto del reino
Marceliano, deseguida
se enterpuso de por medio
pa suavizar a unos y otros
y precurar un arreglo,
pero como ya el nigocio
había tomao mal sesgo
no tuvo, como otras veces,
el tato y el güen acierto
de impedir que desterraran
de su tierra a San Valero
y que el diácono Vicente,
atau a un poste de hierro,
le azotaran las espaldas
con unos zorros de cuero
untaus on sal y pimienta
pa mayor padecimiento.
Se marchó el obispo a Enape
que es, sigún dicen, un pueblo
que está cerca de Barbastro,
y el veitinueve de enero
del año trescientos trece,
día mas u día menos
murió, rodiau de los suyos,
dejando en el orbe entero
por sus cristianas vertudes
inolvidable ricuerdo.
Y aquí termina el romance
del glorioso San Valero
que es Patrón de Zaragoza
dende su fallecimiento.
Alberto Casañal