Ningún católico tiene obligación de creer que la inspiración de Juan XXIII provino de Dios, como él mismo expresó (el cual, antes de morir, había perdido muchas de sus ilusiones con ese Concilio). El propio Juan XXIII dijo con respecto a la Iglesia preconciliar: “ha seguido paso a paso la evolución de los pueblos, el progreso científico y la evolución social. Se ha opuesto tenazmente a las ideologías materialistas que niegan la fe. Ha visto surgir y crecer las enormes energías del apostolado de la oración y de la acción en todos los campos”. El propio sínodo de Roma que prentendió de buena fe Juan XXIII, se le fue de las manos gracias a la mala influencia de ciertos sectores infiltrados: modernistas, protestantes y masones. Así pues, una Iglesia vibrante de vitalidad en 1961, de acuerdo con Juan XXIII, pero en 1968, según Pablo VI, una Iglesia en proceso de autodestrucción.
El cardenal Pallavicini dijo (siglo XVI): “…convocar un concilio general, a menos que la necesidad lo exija perentoriamente, es tentar a Dios.”
El cardenal Pallavicini dijo (siglo XVI): “…convocar un concilio general, a menos que la necesidad lo exija perentoriamente, es tentar a Dios.”
El Cardenal Manning: ”Cada uno de los Concilios fue convocado para abatir la herejía principal o corregir el mal principal de la época, sin embargo aunque el comunismo ateo era el mayor mal del siglo XX, fue un mal que el Vaticano II expresamente hizo hincapié en no condenar.”
El Vaticano II se diferenció de los otros Concilios precedentes, por ser de naturaleza “pastoral” y no promulgar, por tanto, enseñanzas doctrinales o morales infalibles que habrían de ser mantenidas obligatoriamente por la Iglesia (ahí es dónde actuó el Espíritu Santo y no en su inspiración). Pablo VI dijo en su Audiencia General de 6 de agosto de 1975: “este Concilio no fue directamente dogmático, sino doctrinal y pastoral”. Cuando dirigió su discurso anual a los predicadores cuaresmales de Roma, en marzo de 1976, se acercó más que nunca a admitir que era en realidad el Concilio el que había iniciado el proceso de devastación de la viña del Señor. Pablo VI aludió dos tentaciones: marxismo y protestantismo, junto también con la del modernismo, que yacían en el subconsciente de muchos católicos, especialmente en los países que bordean el Rin, que en otros casos ya habían salido del subconsciente y sólo esperaban una oportunidad: y el Concilio creó las condiciones que permitieron que esas tendencias surgieran a la superficie; que fueran proclamadas con arrogancia; y codificadas como una nueva ortodoxia. La quintacolumna modernista, los “perniciosos adversarios” condenados por San Pío X en la encíclica Pascendi, los hombres infiltrados “en el seno mismo de la Iglesia, determinados a destruir su energía vital y a subvertir totalmente el mismo Reino de Cristo”.
El grupo de obispos de mentalidad liberal de los países del Rin fueron al Concilio con un plan definido para reformar la Iglesia de acuerdo con sus propias ideas... Uno de los objetivos clave de esa “vanguardia” era el de reemplazar el verdadero concepto de ecumenismo católico, expresado por Pío XI en Mortalium Animos por una política de unidad a cualquier precio. El cardenal Heenan explicaba lo desprevenidos que estaban los obispos británicos y norteamericanos sobre el grado de infección de muchos de sus colegas europeos: “No estábamos preparados para el descubrimiento de que muchos clérigos holandeses habían convertido el ecumenismo casi en una religión.”
Por otra parte, los propulsores del neomodernismo (al que vimos criticar a Pablo VI) se hallaban mayoritariamente entre los periti (“los expertos”) del Concilio, y no entre los propios obispos. Los documentos conciliares no fueron tanto obra de los obispos que los votaron, como de los “expertos” que los redactaron.Lo escandaloso es que algunos de esos “expertos” habían sido sospechosos de heterodoxia bajo el reinado de Pío XII, habiendo denunciado éste en su encíclica Humani Generis la creciente amenaza y fuerza de la quintacolumna neomodernista dentro de la Iglesia de entonces.
El grupo del Rin desbarata el procedimiento de elección establecido e inicia una campaña para asegurar la elección de sus propios candidatos para las influyentes comisiones conciliares. El cardenal Lienart (francmasón de alto grado) propuso que las distintas jerarquías nacionales consideraran qué candidatos valiosos podían ofrecer y luego pasaran a las otras jerarquías los nombres de los candidatos preferidos.
Comenzó así un periodo de intrigas, reuniones secretas, listas nuevas, etc…En palabras de Mons. Lefebvre: “Los que prepararon aquellas nuevas listas conocían muy bien a los candidatos que proponían; resulta obvio decir que todos ellos tenían la misma tendencia.” Dijo el cardenal Henaan: “Resultaba imposible conocer algo sobre los 16 (nuevos) obispos propuestos para cada una de las 10 comisiones. Por ello, no pudo evitarse que se acabara votando a candidatos casi desconocidos.”
El Rin había comenzado a desembocar en el Tiber. Este éxito se había obtenido gracias a que, a diferencia de otras jerarquías episcopales, “la alianza del Rin pudo operar eficazmente porque sabía de antemano lo que quería y lo que no quería.”
El cardenal Heenan atestigua que los “expertos” o “teólogos” (fuerzas de choque liberales) podían introducir fórmulas ambiguas en los documentos conciliares oficiales; temía lo que iba a suceder si obtenían el poder de interpretar el Concilio al mundo. Esos “teólogos” liberales se aferraron al Concilio como un medio para descatolizar la Iglesia católica, aparentando sólo querer “desromanizarla”. Distorsionando términos y tomando palabrería protestante crearon un embrollo con el que han confundido y alienado a todo católico de bien).
El Vaticano II se diferenció de los otros Concilios precedentes, por ser de naturaleza “pastoral” y no promulgar, por tanto, enseñanzas doctrinales o morales infalibles que habrían de ser mantenidas obligatoriamente por la Iglesia (ahí es dónde actuó el Espíritu Santo y no en su inspiración). Pablo VI dijo en su Audiencia General de 6 de agosto de 1975: “este Concilio no fue directamente dogmático, sino doctrinal y pastoral”. Cuando dirigió su discurso anual a los predicadores cuaresmales de Roma, en marzo de 1976, se acercó más que nunca a admitir que era en realidad el Concilio el que había iniciado el proceso de devastación de la viña del Señor. Pablo VI aludió dos tentaciones: marxismo y protestantismo, junto también con la del modernismo, que yacían en el subconsciente de muchos católicos, especialmente en los países que bordean el Rin, que en otros casos ya habían salido del subconsciente y sólo esperaban una oportunidad: y el Concilio creó las condiciones que permitieron que esas tendencias surgieran a la superficie; que fueran proclamadas con arrogancia; y codificadas como una nueva ortodoxia. La quintacolumna modernista, los “perniciosos adversarios” condenados por San Pío X en la encíclica Pascendi, los hombres infiltrados “en el seno mismo de la Iglesia, determinados a destruir su energía vital y a subvertir totalmente el mismo Reino de Cristo”.
El grupo de obispos de mentalidad liberal de los países del Rin fueron al Concilio con un plan definido para reformar la Iglesia de acuerdo con sus propias ideas... Uno de los objetivos clave de esa “vanguardia” era el de reemplazar el verdadero concepto de ecumenismo católico, expresado por Pío XI en Mortalium Animos por una política de unidad a cualquier precio. El cardenal Heenan explicaba lo desprevenidos que estaban los obispos británicos y norteamericanos sobre el grado de infección de muchos de sus colegas europeos: “No estábamos preparados para el descubrimiento de que muchos clérigos holandeses habían convertido el ecumenismo casi en una religión.”
Por otra parte, los propulsores del neomodernismo (al que vimos criticar a Pablo VI) se hallaban mayoritariamente entre los periti (“los expertos”) del Concilio, y no entre los propios obispos. Los documentos conciliares no fueron tanto obra de los obispos que los votaron, como de los “expertos” que los redactaron.Lo escandaloso es que algunos de esos “expertos” habían sido sospechosos de heterodoxia bajo el reinado de Pío XII, habiendo denunciado éste en su encíclica Humani Generis la creciente amenaza y fuerza de la quintacolumna neomodernista dentro de la Iglesia de entonces.
El grupo del Rin desbarata el procedimiento de elección establecido e inicia una campaña para asegurar la elección de sus propios candidatos para las influyentes comisiones conciliares. El cardenal Lienart (francmasón de alto grado) propuso que las distintas jerarquías nacionales consideraran qué candidatos valiosos podían ofrecer y luego pasaran a las otras jerarquías los nombres de los candidatos preferidos.
Comenzó así un periodo de intrigas, reuniones secretas, listas nuevas, etc…En palabras de Mons. Lefebvre: “Los que prepararon aquellas nuevas listas conocían muy bien a los candidatos que proponían; resulta obvio decir que todos ellos tenían la misma tendencia.” Dijo el cardenal Henaan: “Resultaba imposible conocer algo sobre los 16 (nuevos) obispos propuestos para cada una de las 10 comisiones. Por ello, no pudo evitarse que se acabara votando a candidatos casi desconocidos.”
El Rin había comenzado a desembocar en el Tiber. Este éxito se había obtenido gracias a que, a diferencia de otras jerarquías episcopales, “la alianza del Rin pudo operar eficazmente porque sabía de antemano lo que quería y lo que no quería.”
El cardenal Heenan atestigua que los “expertos” o “teólogos” (fuerzas de choque liberales) podían introducir fórmulas ambiguas en los documentos conciliares oficiales; temía lo que iba a suceder si obtenían el poder de interpretar el Concilio al mundo. Esos “teólogos” liberales se aferraron al Concilio como un medio para descatolizar la Iglesia católica, aparentando sólo querer “desromanizarla”. Distorsionando términos y tomando palabrería protestante crearon un embrollo con el que han confundido y alienado a todo católico de bien).
Existe, desde entonces, un “magisterio” paralelo de los expertos que impone su voluntad a la Iglesia…
Los textos conciliares suelen estar redactados de modo que no se cierra ninguna puerta; para que no constituyeran un futuro obstáculo a discusiones al diálogo entre católicos y no-católicos. Todo es ambigüedad. El cardenal Heenan señalaba: “En el Concilio hubo un grupo de “ecumaníacos”, que veían el aspecto “ecuménico” en todo. No se presentaba ningún tema a discusión si no era examinado en su contenido ecuménico… utilizaban un contador Geiger teológico para detectar cualquier afirmación de fe católica que pudiera no ser del todo aceptable para los no-católicos.” El obispo Carli confirmaba esa opinión: “Ya no era posible hablar de la Virgen; ninguno podía ser llamado hereje; nadie podía usar la expresión “Iglesia militante”, ya no se podía hablar sobre los poderes inherentes a la Iglesia Católica.”
La vejatoria consideración dada a la figura de la Virgen durante el Concilio ilustra la magnitud de la influencia protestante. Los protestantes objetaron el título de “Mediadora de todas las Gracias”. Se llegó a un compromiso: se conservó “Mediadora” pero se suprimieron las palabras “de todas las gracias”. Los protestantes objetaron también el título de “Madre de la Iglesia”; y fue suprimido. Pablo VI declaró a Nuestra Señora como Madre de la Iglesia por su propia autoridad. Los protestantes y los padres liberales se enfurecieron.
La política del papa Pío XII de enfrentamiento con el comunismo fue reemplazada por una de “diálogo”.
“Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso los hombres cosechan uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos” (Mt. 7, 16-19). Nadie puede negar que, hasta ahora, el Vaticano II no ha producido frutos buenos. Las reformas decretadas en su nombre, de acuerdo con el arzobispo M. Lefevbre, “han contribuido y siguen contribuyendo a la demolición de la iglesia, a la ruina del sacerdocio, a la destrucción de la Misa y de los Sacramentos, a la desaparición de la vida religiosa, así como al surgimiento de una doctrina naturalista y teilhardiana en universidades y seminarios y en la educación religiosa de los niños, una doctrina nacida del liberalismo y condenada muchas veces por el solemne magisterio de la Iglesia”.
Hasta el mismo Pablo VI habló posteriormente en términos muy diferentes a los de su discurso de apertura de la segunda sesión del Vaticano II. En 1968 ya había llegado al punto de lamentar el hecho de que la Iglesia se hallaba en un proceso de autodestrucción: En 1972 llegó a decir que, de algún modo, el propio Satanás había encontrado una abertura para entrar en la Iglesia por donde diseminaba dudas, inquietud e insatisfacción. “Creímos”, se lamentaba, “que después del Concilio llegaría un día de sol en la historia de la Iglesia; y en su lugar encontramos nuevas borrascas. Hay inseguridad; la gente busca abrir abismos en vez de puentes para cruzarlos. ¿Cómo sucedió esto? Os confiaremos una convicción: hay un poder adverso, el Demonio, al que el Evangelio llama el enemigo misterioso del hombre, …algo preternatural vino a sofocar los frutos del Vaticano II” (…) “Nos hemos destruido nosotros mismos”.
El profesor Van der Ploeg, distinguido erudito bíblico holandés declaraba: "El ascenso del neo-modernismo se vincula históricamente con el Vaticano II."
Así pues triunfó el falso ecumenismo: cuanto más tratan las autoridades católicas de acercar a la Iglesia al protestantismo más tienden a llevarla a un cristianismo irreligioso, al racionalismo. El diálogo ecuménico con los protestantes es inútil porque la lógica de su sistema implica que, en última instancia, un jefe protestante sólo puede hablar por sí mismo
La única verdadera base para el ecumenismo católico es invitar a los protestantes a volver a la única verdadera Iglesia fundada por Jesucristo.
Los textos conciliares suelen estar redactados de modo que no se cierra ninguna puerta; para que no constituyeran un futuro obstáculo a discusiones al diálogo entre católicos y no-católicos. Todo es ambigüedad. El cardenal Heenan señalaba: “En el Concilio hubo un grupo de “ecumaníacos”, que veían el aspecto “ecuménico” en todo. No se presentaba ningún tema a discusión si no era examinado en su contenido ecuménico… utilizaban un contador Geiger teológico para detectar cualquier afirmación de fe católica que pudiera no ser del todo aceptable para los no-católicos.” El obispo Carli confirmaba esa opinión: “Ya no era posible hablar de la Virgen; ninguno podía ser llamado hereje; nadie podía usar la expresión “Iglesia militante”, ya no se podía hablar sobre los poderes inherentes a la Iglesia Católica.”
La vejatoria consideración dada a la figura de la Virgen durante el Concilio ilustra la magnitud de la influencia protestante. Los protestantes objetaron el título de “Mediadora de todas las Gracias”. Se llegó a un compromiso: se conservó “Mediadora” pero se suprimieron las palabras “de todas las gracias”. Los protestantes objetaron también el título de “Madre de la Iglesia”; y fue suprimido. Pablo VI declaró a Nuestra Señora como Madre de la Iglesia por su propia autoridad. Los protestantes y los padres liberales se enfurecieron.
La política del papa Pío XII de enfrentamiento con el comunismo fue reemplazada por una de “diálogo”.
“Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso los hombres cosechan uvas de los espinos o higos de las zarzas? Así, todo árbol bueno da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos” (Mt. 7, 16-19). Nadie puede negar que, hasta ahora, el Vaticano II no ha producido frutos buenos. Las reformas decretadas en su nombre, de acuerdo con el arzobispo M. Lefevbre, “han contribuido y siguen contribuyendo a la demolición de la iglesia, a la ruina del sacerdocio, a la destrucción de la Misa y de los Sacramentos, a la desaparición de la vida religiosa, así como al surgimiento de una doctrina naturalista y teilhardiana en universidades y seminarios y en la educación religiosa de los niños, una doctrina nacida del liberalismo y condenada muchas veces por el solemne magisterio de la Iglesia”.
Hasta el mismo Pablo VI habló posteriormente en términos muy diferentes a los de su discurso de apertura de la segunda sesión del Vaticano II. En 1968 ya había llegado al punto de lamentar el hecho de que la Iglesia se hallaba en un proceso de autodestrucción: En 1972 llegó a decir que, de algún modo, el propio Satanás había encontrado una abertura para entrar en la Iglesia por donde diseminaba dudas, inquietud e insatisfacción. “Creímos”, se lamentaba, “que después del Concilio llegaría un día de sol en la historia de la Iglesia; y en su lugar encontramos nuevas borrascas. Hay inseguridad; la gente busca abrir abismos en vez de puentes para cruzarlos. ¿Cómo sucedió esto? Os confiaremos una convicción: hay un poder adverso, el Demonio, al que el Evangelio llama el enemigo misterioso del hombre, …algo preternatural vino a sofocar los frutos del Vaticano II” (…) “Nos hemos destruido nosotros mismos”.
El profesor Van der Ploeg, distinguido erudito bíblico holandés declaraba: "El ascenso del neo-modernismo se vincula históricamente con el Vaticano II."
Así pues triunfó el falso ecumenismo: cuanto más tratan las autoridades católicas de acercar a la Iglesia al protestantismo más tienden a llevarla a un cristianismo irreligioso, al racionalismo. El diálogo ecuménico con los protestantes es inútil porque la lógica de su sistema implica que, en última instancia, un jefe protestante sólo puede hablar por sí mismo
La única verdadera base para el ecumenismo católico es invitar a los protestantes a volver a la única verdadera Iglesia fundada por Jesucristo.
Fuente: del libro "El Concilio del papa Juan".
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