Comprendía la Corona, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva o Reino de Toledo, el de León, el de Galicia, el de Asturias y los reinos de Córdoba, Granada, Jaén, Sevilla y Murcia. En él tenía su asiento el gobierno central, especialmente desde que Felipe II convirtió en corte permanente la villa de Madrid, y en él también como hemos dicho, era el poder real muy fuerte y respetado. Sin embargo no se crea que hubiese desaparecido todo vestigio de la libertad antigua; por el contrario, se conservaban varios mas o menos desnaturalizados, mas o menos decaidos, y además de las cortes que se reunieron con mucha frecuencia, excepto en el reinado del último monarca, existían aun las municipalidades con sus franquicias e independencia.
En la elección de los miembros que componían los capítulos o cabildos, no podía el rey intervenir lo mas mínimo, y los elegidos debían unicamente su autoridad, al voto de sus conciudadanos. Los de Sevilla, Granada y Córdoba se componían cada uno de 24 hidalgos y en ellos y en un alguacil mayor que los asistía, cuyas funciones eran hereditarias, descansaba todo el peso del gobierno y de la administración local. Quedaban además las órdenes militares, que si bien reconocían por gran maestre al soberano, no dejaban de embarazar la acción del poder real en sus dilatadas posesiones con sus leyes y fueros especiales, y existía, aun por fin, la aristocracia eclesiástica y seglar con sus cuantiosas rentas, sus vastos dominios y con el prestigio que daba a sus miembros su antiguo nombre, su ministerio y el gran número de hidalgos pobres que mantenían en sus casas.
En Madrid residían el Gobierno y los grandes consejos auxiliares de la corona, para cada uno de los reinos y territorios agregados a ella, a los que, como sabemos, dio Felipe II su organización definitiva. El de Castilla, sucesor del de Estado, tomaba la iniciativa en todas las grandes disposiciones que se rozaban con los intereses generales de la monarquía. El número de plazas del Consejo Real fue fijado en 16 por aquel mismo monarca, quien dispuso que fuesen letrados todos sus miembros; Carlos II añadió 4 plazas mas, y ya antes Felipe IV había aumentado su poder autorizándole, no solo para representar, sino para replicar a sus resoluciones. El progresivo decaimiento a que venían las cortes, fue causa de que ejerciese con frecuencia funciones legislativas, administrativas y judiciales, hasta el punto de expedir de orden del rey y a veces sin ella, pragmáticas, cédulas y decretos, reglamentos y circulares.
Sobre Castilla pesaban principalmente las cargas de la monarquía, que tan onerosas se hicieron desde el reinado de Felipe II; los reinos aragoneses, Navarra y las Provincias Vascongadas hallaban en sus franquicias medio de eludir casi siempre las exigencias del rey, y esto al propio tiempo que contribuía a que estos pueblos se aferraran mas a sus leyes particulares, aumentaba el encono con que eran mirados por los castellanos, envanecidos por ocupar el primer puesto en la monarquía y por el monopolio del tráfico de Indias, que exclusivamente se habían reservado. Y no solo a aquellos reinos afectaban tratar como pueblos conquistados, sino también a los andaluces. Basta leer en el final de los Anales de Gerónimo de Zurita la relación que hizo al consejo del rey, Alfonso de Santa Cruz (a su dictamen contestó con una apología de la obra, el cronista de Felipe II, Ambrosio de Morales, y aquélla se imprimió en 1610), encargado por el mismo de dar su dictamen acerca de la obra, antes de su impresión, para conocer los celos y las rivalidades que abrigaban castellanos y aragoneses y cual era el afán de los primeros por disminuir y empañar las glorias mas legítimas de la historia de estos reinos. España, país del heroísmo y del valor, no podía avenirse con la homogeneidad, pues siempre ha de ser base de aquél, un individualismo fuerte y poderoso.
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