La cobardía siempre busca aliados en la razón; y la razón no halló jamás en los hombres pasión mas sumisa que el miedo. Todas las pasiones se sublevan contra ella, menos el miedo, que parece un hijo sumiso de la razón. Es un ardid para someter a los pueblos o a las tropas acobardadas de antemano.
Por eso la obra de nuestra salvación es exclusiva de la audacia impelida por la voluntad de los hombres. De nada sirve tener una inteligencia de mayor calibre que el ánimo mismo, pues el peso específico de la razón, es un ancla poderosa; y ya lo decía Plauto: “en la adversidad, el recurso mas eficaz es tener buen ánimo”.
La inteligencia es un escudo; pero un escudo solo es defensivo y quien se defiende se considera de antemano vencido. Tampoco sirve de nada la quietud: que no se hable de luchar por nadie; nada de correr otra vez aventuras. Aquiétese don Quijote, que está ahora para sanar en las manos de la sobrina y el ama, y aconsejado del buen Sancho, para gozar de perpetua tranquilidad.
Hemos llegado a hacer de la quietud y del tiempo, un aliado. Se educa a los hombres con un precepto defensivo que encajó en todas las conciencias: “el tiempo y yo, para otros dos”. Baltasar Gracián fustigaba en su época ese concepto defensivo y mezquino de la vida, y lo combatía rudamente: “el sin tiempo y yo para otros dos y aun para todos”. Por eso, ésa ha de ser nuestra norma, el sin tiempo, la resolución audaz y fulgurante, la audacia ciega y heróica; y para esto es preciso no vivir de las ideas del instinto, sino de aquellas ideas del espíritu, y no hay otra manera de educar el espíritu de un hombre que por medio de las luchas de la vida.
Las ideas del espíritu se encuentran donde la naturaleza ordena en los hombres y en los pueblos: en el sentimiento, aquella reserva de energías inagotable que se llama corazón, y aquí es donde se debe centrar el alma. Procedamos como la naturaleza procede: forma un corazón, palpita y en su misterioso latido va encerrado el secreto de la vida. Un hombre y un pueblo son grandes por su capacidad de sacrificio, y esa capacidad jamás la dará el cerebro o el instinto; solo tiene impulso vigoroso para crearla, el corazón.
La riqueza y la grandeza de los pueblos se labran con la lucha, con la voluntad de vivir que impera en su corazón, y éste es el templo soberano de su grandeza, desde donde obra e irradia la gracia de Dios.
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