Decía Jovellanos, “bajo el nombre especioso de cosmopolitas, dando un colorido de humanidad a sus ideas antisociales y antirreligiosas, pretenden reducir a los incautos, cuyo consuelo aparentan desear y cuya miseria y destrucción, secretamente meditan. No hay sentimiento honesto y puro a que no hayan declarado la guerra. La humanidad suena constantemente en sus labios; el odio y la desolación del género humano, brama secretamente en sus corazones”. Tal es el propósito del hombre viejo, individuo de la especie humana que aun después de restaurado y deificado por la gracia de Cristo, conserva el sello de su nativa condición: el hombre inclinado a la tierra, hambriento de los bienes y sediento de los gozos terrenales.
NO NOS HAGAMOS SEMEJANTES A LOS DICTADOS DEL MUNDO, nos advirtió San Agustín, pues el mundo nos odia, y NO QUERAMOS CONFORMARNOS CON ESTE SIGLO, nos dijo San Pablo, pues son sus obras la vanidad, la lujuria, la avaricia, la envidia, la maldad y el dolo.
No ya solo moral sino espiritualmente somos hombres y soldados de otro siglo, sino que además, como nos sentenció San Bernardo: SOMOS HOMBRES NUEVOS, pues para Cristo y por Cristo hemos renacido: sine me nihil potestis facere.
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